DEJA QUE TE MIRE
—Hermanita, como le dije abajo pa’ llegar a la iglesia de la Milagrosa tenemos que doblar aquí pa’ salir del malecón. — dijo haciendo pasos cortos sobre la vereda solitaria, empedrada y llena de neblina. —Agarramos todo Larco y la dejo porque tengo que regresar mi lanchita.
—Descansemos un poquito —respondió algo agitada y limpiándose el sudor de la cara. —Está bajando la neblina y me gustaría ver el mar desde aquí. —¿Usted se siente cansado? —agregó sin mirarlo.
—¡No! nada. Mas bien es raro pe´ que uste´ esté sola en la madrugada por la playa. —contestó don Roberto — ¿qué hacía allá?
—Suelo venir a recoger. —respondió con más calma y con un tono más maternal — Y seguro que usted no se cansa. —agregó de espaldas a su acompañante.
—Bueno, en el mar hay toditito. Hay veces que encuentras caracoles, erizos y hasta medusas como cancha tiradas. — hizo un gesto extendiendo los brazos y señalando la playa que dejaron y que ahora se veía azulina y desolada.
Luego, se rascó el gorro haciendo memoria de otros animales marinos y quería advertir de las botellas rotas, cangrejos y otros peligros hasta que algo más importante lo preocupó.
—Hermanita, por su ropita uste es de las clarisas, ¿verda’?, de los franciscanos que andan con sus sandalias—dijo esto a propósito esperando una reacción ver de frente y el rostro de la religiosa que ahora no recordaba si en algún momento lo hizo.
—Se camina bastante desde el convento. —dijo serena y con un tono juguetón —Pero no conozco casi nada del mar.—Esto último lo dijo creando una sonrisa dulce a espaldas de don Roberto.
—¿Pero hermanita, no dice que siempre viene a recoger?, dijo rascándose el gorrito de lana.
Ella no contestó y señaló con el índice hacia arriba creando una línea imaginaria a los hermosos edificios.
—¡Ah ya! donación de los pitucos de arriba. Tienen buenas cosas esos patas. —agregó frotándose las palmas como si tuviera una fuente de ceviche lista para comer. —Pero…ah yaaa yo pensaba que recogía conchitas, caracolitos. ¡Qué huevón! —vociferó levantando los brazos y de inmediato se tapó la boca con la mano recordando con quien hablaba.
—Yo me llevo gente como usted. —dijo sin voltear.
A la mente de don Roberto vinieron flashes de cosas extrañas que había escuchado cuando se reunía en su vieja lanchita con los demás pescadores que mientras le ayudaban a repararla intercambiaban historias para matar el tiempo y recordó las advertencias de pepeadoras, riñoneras y hasta mujeres que pedían taxi y desaparecían al cobrarles o almitas que caminaban contigo y al mirar su cara se esfumaban o se llevaban la almita.
—¡No pe´señora!, ¡no me lleves pe’! —balbuceó helado y sintiendo que todo el cielo le caía encima. —¡Te tiró con piedra! —amenazó en automático con el puño arriba.
—¡Tranquilo! Ya falta poquito.
—¡No! —se sintió mareado y buscó con la mirada a quién llamar. —¡Me llega que seas mujer! ¡Nos agarramos!
La hermana por fin se dio la vuelta —Te voy a hacer una preguntita: ¿De qué color son tus ojos? —preguntó ella sonriendo y serena mientras desaparecía las manos en su túnica como buscando algo.
Me va a sacar mi ojo. ¡Puta madre! Esta es una loca de mierda que mata por las huevas a pedradas, cuchilladas, botellazos como la gorda Tota que le cortó de un tajo los huevos a Enrique por mirar rico a la heladera. Como ese Martín que le enseñó el espejo a su hembrita después de córtale con gillete por hacerlo cachudo. Ya me jodi conchesumare Padre nuestro que estás…. y todavía está con esa ropa ¡Pendeja se cree!… ¡virgen María, San Pedrito pescador… ayuda wawa! ¡No hay ni botella, ni piedra!
— ¡Mira! — agregó la religiosa calmada y mostrándole un espejito pequeño con marcos de plástico. —¿De qué color son tus ojitos hermanito? —agregó finalmente.
Luego de mirarse hubo un largo silencio. Llegaron a la iglesia Milagrosa. Ambos se arrodillaron en la primera hilera de bancas y solo al terminar de rezar respondió: Fueron marrones.
Detrás de esa respuesta su memoria lo transportó a su último recuerdo y se halló a sí mismo solo con jabón en la cara y afeitándose sentado en su vieja lancha sujetando con una mano ese pedazo de espejito roto y con la otra esa navaja larga y plateada que también usaba para abrir los peces segundos antes que la marea golpee y rompa con fuerza.
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