Pasó por grandes dudas existenciales. El día que decidió matarse, el lapicero pensó eso sería el mensaje más poderoso que podía darle a su dueño, al sistema y al mundo. Era una injusticia saber cómo lo usaban. Además, considero el suicidio la protesta más elegante y dramática que podría mostrar a sus adversarios. Pensó en diversas formas de hacerlo:
Primero, se le ocurrió sorber varios tipos de temperas y acuarelas viejas que con algo de su propia tinta les reviviría el color. De esta manera quería crear un cultivo dentro de su propio tubo tan tóxico y venenoso que se los escupiría en la cara antes de morir con la esperanza de que sus rivales cambien de color o se les derrita el barrilete cristalino de sus cuerpos. Alguien tenía que darle una lección a esos engreídos. Luego, pensó que podría morirse antes de dar dos pasos y su venganza no podría consumarse.
Otro día, se le ocurrió en aspirar tanto aire como podía y retenerlo tanto tiempo que su violento estallido tenga como consecuencia que su propia cabeza, para ser precisos su punta de carburo de tungsteno, se despegara de su delgado cuerpo conformado por un delgadísimo y fino tubo de polipropileno. De esta manera, su cabeza terminaría estrellada contra el portalapiceros como un corcho de champagne y algo de su preciada tinta los mancharía creando un arco salpicado de color rojo que tendrían en sus cuerpos hasta el fin de sus días, mientras que su tubo y barrilete quedarían derramándose sobre un papel bond en señal de sacrificio. El escenario sangriento o “tintiento” estaría listo. El problema fue que al hacerlo la tinta terminó saliendo por el otro lado del tubo a una velocidad que el mismo no podía creer. Felizmente, el pequeño botón rojo y redondito que le colocaron debajo evitó que la tinta se derramase, pero fue la burla de todos los útiles de oficina pues fue señalado como idiota, cobarde y cagón por ellos. Al final su plan resultó hilarante y nada simbólico o solemne.
Después de ocultarse por una semana intentó otra forma. Esta vez su decisión lo llevó a pensar de forma maquiavélica un dolor prolongado para él y sus adversarios. Eligió como ataúd de sus rivales el estómago de un perro callejero que dormía al pie de una reja oxidada de ese edificio viejo y amarillento del Cercado de Lima. Como en la ciudad nunca hubo registro de tormentas espero a que el clima sea lo más triste posible para hacerlo. Ahí estaba el lapicero decidido y sin tapa. Su anciano dueño, el profesor Daniel Mendoza, la perdió cuando el pobre fue arrojado con violencia sobre su propia punta debido a que todos los estudiantes habían sido desaprobados del curso. Regresó a su plan y pensó que el crujido del plástico astilloso haría mirar a todos hacia las fauces del animal y, en ese momento, mientras sujetaba a sus rivales para que compartan la misma suerte gritaría sus motivos. Para ejecutar su plan pensó que su naturaleza no era atractiva para ser comido con violencia y voracidad, entonces recordó que el tacho de basura le informó que tenía entre sus finas rejillas negras un enrollado de hot dog desde hacía dos días y comenzaba a oler mal. El lapicero voluntariamente se ofreció a llevárselo esa noche y convertido en una especie “pancho” andante decidió ser las veces de palito y se introdujo dentro del hot dog con una velocidad y violencia terrible. Fue difícil llegar hasta la ventana del tercer piso, pero lo logró con ayuda de la regla y dos rollos de Vinifan. Le hicieron un agujero para respirar y otros dos para ver. Llamó a sus adversarios para que le ayuden a quitársela y pensó malamente en cornearlos como un toro y arrojarlos a todos por la ventana. El cálculo de que no caería era inevitable y estaba decidido. En eso, observó que el can llegaba lentamente iluminado por un poste. Antes de que sus enemigos se dieran cuenta tomó aire y fuerza de tal manera que el enrollado de hot dog se levantó como un mástil creando un ligero desbalance en sentido contrario. Fue inevitable. Antes que lo detuvieran saltó torpemente de espaldas como un primerizo y su cuerpo iba creando círculos lentos en el aire. Terminó enredado entre los cables de luz, cable e internet clandestino. Los demás útiles salieron a mirar lo que pasó. Finalmente, el lapicero decidió anunciar su ira de la forma estrepitosa: ¡Azules, hijos de puta, yo también puedo poner veintes!, Se escuchó eso último como un eco mientras el lapicerito rojo desaparecía en la oscuridad.
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