MANEKI-NEKO


MANEKI-NEKO de Aldo Livia

 Isidro volvió a mirar su reloj y las agujas apuntaban a las doce. En la cuadra siete del Jr. Ucayali los trabajadores, comerciantes y algunos turistas se dirigían a almorzar a diferentes ritmos. Divisó y arqueó el periódico como una visera e hizo un barrido de lado a lado hallando con letras doradas el salón Capón; y terminando en el arco chino. Antes de hacer otro repaso apareció Santiago, el cual llegaba entusiasta vestido con unos jeans a la moda y una camisa ceñida mientras su reflejo se deslizaba suave entre los vidrios oscuros y transparentes de los comercios. Isidro bajó la mirada e hizo un repaso de sus zapatos gastados, sus jeans acartonados y el polo más decente que tenía. Pero no le importaba, pues había un motivo mayor y urgente. Su compañero de cacería había llegado y recordando eso estiró el brazo para saludarlo mientras sonreía. Era importante iniciar así: sonrientes y enérgicos. Las vibras positivas debían unirse a ellos para dar caza al gato rosado.

Fue en febrero, unos días después del año nuevo chino, que ambos coincidieron en una tienda que ofrecía figuras de la buena fortuna. Las observaban y señalaban preguntando precios y enterándose de sus beneficios místicos, aunque esto último era una cortesía. Isidro se dio cuenta que Santiago recogía y observaba lo que dejaba. Hasta que al mirar una figura de buda dijeron casi a la vez que era lo mejor para un hogar feliz. Después de decirlo, silenciaron a la vez y comprendieron que era algo que les preocupaba y terminaron compartiendo opiniones sobre esa generosa figura. Dejaron de lado los comentarios de la vendedora sobre las tres monedas, los dragones o el sapo de tres patas y ella aburrida comenzó a prestar atención a la discusión referenciada de periódicos y revistas viejas. Antes que la tienda se convirtiese en una sucursal del congreso, pues tres señoras se sumaron a la discusión al paso, la jovencita, en un ágil movimiento, puso un gato dorado en el mostrador y lo mostró con la palma. Los cinco miraron al diminuto animal y mirando el gesto de la joven coincidieron en su poder de la buena suerte, abundancia y protección. Apagada la discusión, Isidro y Santiago decidieron comprar la misma figura y la vendedora advirtió que si el objeto era regalado y se pronunciaba el nombre del beneficiado en voz alta traería bienestar y deseos provechosos. Es por eso que, decidieron intercambiar sus gatitos en señal de buena voluntad mientras el quemador de incienso echaba humo y la vibración de campanitas y metales diversos aseguraban la fortuna. Tan efectivo fue el ritual y la donación de veinte soles que solo al salir hallaron un generoso rollito de billetes a mitad de la calle que les permitió celebrar en el chifa más caro que sus ojos pudieron calcular.

Una vez acomodados, Santiago confeso que era un enamoradizo indeciso y siempre se acobardaba cuando alguna de sus conquistas se acercaba al tema del matrimonio. Creía muy firme en compatibilidades zodiacales y etapas de enamoramiento tan estrictas que de saltarse una, la relación se iría al tacho de forma inevitable. Consultó con brujas y chamanes que hacían amarres, y le dieron a entender que la felicidad plena si se podía hallar a más fe y dinero le ponga a los remedios y amuletos que le ofrecían. A sus cuarenta, sus opciones lo abandonaban o terminaban casadas así que decidió confiar a un poder superior y místico su futura vida de casado. Isidro, en cambio, era tan feo que a pesar de sus cursos de automotivación y aceptarse mil veces al espejo entendía que le hubiese ido mejor si una mujer ciega se lo dijese. Ninguna chica del barrio o de su humilde trabajo en la imprenta tenía interés en él. Solo hallaba consuelo cuando la joven repartidora de almuerzos que le decía “muñeco”. Inicialmente depositó su fe en los escapularios de los santitos que sus tías Uchi y Charo le escondían entre los bolsillos: San Antonio de Padua: para pedir un amor; Santo Tomás de Aquino: para lograr un amor que es imposible; e incluso una mañana halló una de Santa Isabel de Portugal, que luego se enteraría, era para hallar marido. Las intenciones de las tías se duplicaron cuando Isidro descubrió debajo de su cama ajos con olores extraños, sobres de cartas con nombres de mujeres que ni él reconocía dentro de su almohada, pero el colmo habría sido despertar sudoroso a media noche y hallar diversas velitas de colores encendidas como si lo estuviesen velando. Es por eso, que pidió a sus tías no intervenir y dejar que él mismo jugará su última carta en la cruel ruleta del amor confiando su destino en los amuletos de oriente. De todo esto se enteraron uno del otro: sus penas y humillaciones entre frases de salud y promesas de solidaridad mutua. Antes de pedir la cuenta, el segundo golpe de suerte llegó solo: un mozo les dejó la carta y dentro había una boleta cancelada y con cincuenta soles de vuelto. De esa manera, concluyeron que el destino era más generoso si andaban juntos y podían dar caza a un amuleto eficaz para su problema, pero difícil de hallar: el gato rosado.

Al ingresar a la primera galería conversaban sin mirarse pues cada uno observaba con detalle si alguna tienda escondía el dichoso animal. Preguntaron a algunos comerciantes conocidos y todos ofrecían los gatos dorados o blancos comunes en diferentes tamaños. Todos sujetaban con la pata derecha una imitación de una moneda koban y collares con un cascabel contra los malos espíritus. Incluso hubo dos vendedoras que ofrecían pintarlos a cambio de unos soles más. Pero no era igual. A la suerte no se le engaña de esa forma. Y cuando Isidro decidió abandonar la cacería Santiago le contó que esa noche soñó con el gato. El rechoncho felino lo llamaba sonriendo y moviendo la pata izquierda lo más alto posible tantas veces que el vaivén de la pata rosada lo hipnotizaba. Ven, le decía. Y de pronto el gato se hizo más pequeño y era sostenido por una hermosa mujer. Ella lo llamaba y, de pronto, esa voz se convirtió en un coro de muchas mujeres imitándola todas sensuales, desnudas y con miradas felinas hipnotizantes. Repetían su nombre cada vez con más intensidad y sensualidad: era un coro “orgasmático” concluyó Santiago sonriendo. Isidro, en lo único que soñó en toda la semana fue que era un queso salado y amarillo que rodaba feliz por una pista mientras un perro amarillo lo empujaba entre lamidos y mordidas. Envidió, por un momento, el sueño de su amigo y le respondió con una sonrisa contagiado de una nueva esperanza.

Aunque buscaron por muchas galerías aledañas todo fue un fracaso y decidieron regresar al mismo restaurante para recuperar fuerzas y despedirse. Derrotados, subieron unos peldaños al segundo nivel del salón del chifa y hallaron la figura del animal en una vitrina muy iluminada entre unos platitos de loza celestes y un barco hecho con palitos de bambú. En la recepción, sonrientes y emocionados pidieron hablar con el dueño y este les comentó que solo había uno.  Viendo sus rostros, el amable chinito les relató que el gato pertenecía a su abuelo y que sería parte de una herencia familiar junto con todas las cosas de la vitrina.  Al final, les dio una esperanza y sentenció el precio del gatito con la siguiente frase: “das tresciento; y hay michi”.  

Al final, cada uno entregó la mitad de la cifra y mirando al dueño con seriedad, este les sonrío y los invitó a sentarse mientras esperaban a que él busqué las llaves. Unos minutos después, sacando un llavero, se acercó a la vitrina y de forma casi ceremonial lo retiró despacio y extendiendo los brazos lo depositó sobre la mesa donde ambos amigos esperaban sonrientes mientras devoraban ansiosos sus dos platitos de chifa de cortesía.

Ahí estaba el gato y su gran duda: ¿quién se lo merecía más? Después de calcular un poco sobre la necesidad del otro decidieron sortearlo sacando mondadientes al terminar de cenar. Cada quien retiraba uno y si salía uno de color oscuro, que había sido embadurnado con el sillao sería el ganador. Santiago dijo que pase lo que pase su nueva amistad trascendería y el ganador, en señal de solidaridad, debería acompañar al otro en la búsqueda del segundo gato porque la suerte no podía compartirse. Isidro asintió y se mordió los labios mientras miraba la colita del gato. Al final, Isidro se llevó el premio y fue felicitado mientras el amable chinito se les unía dando garantías de amor, fortuna y una prole de hijos de media docena. “Uff potente el michi”, decía el amable chinito. Santiago, sonriente le auguraba a su nuevo amigo que en pocos días hallaría el amor. Al salir, del chifa se despidieron y concertaron la siguiente búsqueda.

Es así que, durante varios meses, una noche antes de continuar la búsqueda del segundo gato; Isidro estaba en la obligación de estimular su imaginación viendo un par de películas románticas y leer algunos poemas que le servirían para inspirarse en los detalles de su ficticia historia amorosa. Como todos los sábados, se despide de sus tías, palpa en sus bolsillos sus escapularios de santitos y mira en la repisa a ese gato corriente y blanco mal pintado de rosado. 




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