FRANCISCO RIVERA
En el Rímac, su cielo plomizo era aburrido y tan homogéneo, frío y plano que mirarlo daba el mismo entusiamo que mirar las paredes de adobe y madera podrirse entre generaciones que iban pasando una tras otra por esas calles. Ciertas historias y rumores pasaban desde malandrines que con los brazos tatuados y rosario de plata en el pecho esperaban su retiro contando historias a los más chiquillos de las quintas o una que otra hermanita con escapulario y hábito morado buscando ser más pura que Santa Rosa dando caridad por el puente de Piedra y regando los últimos chismes para “avisar” sobre esas malas gentes que terminaba en el jirón Trujillo cerca del mercado de Baratillo. También abancainos, huancainos, canteños y otros más hijos de la migración que miraban entre puertas semi abiertas o detrás de las cortinas floreadas para luego marcar con el calendario los días que faltaban para comprar su terreno y mudarse a Comas, San Juan de Lurigancho o Villa el Salvador. Era el caos más silente del universo. Era una guerra declarada y silenciosa. Una seríe de desquites desde el rencor por la negación del fiado hasta la desaparición de los ahorros de jubilación por parte de otro inquilino eran cosas comunes por estos lados y por el año de 1981.
El 12 de julio de ese año, se realizó el octavo censo a nivel nacional, las familias de las quintas de Francisco Pizarro, jirón Madera, Virú y Paita esperaron ser visitadas y ser encuestadas y ansiosas de responder todo tipo de preguntas desde si lavaban con Ñapancha o solo restregaban con jabón jumbo; o si preferían comprar el uniforme de sus hijos y ahijados en Maruy o Scala; o por último, si preferían comer conservas de pescado D’onofrio cuando llegan las visitas o Polo Norte para salir del apuro. Los más osados hasta pedían fotos con el encuestador para el recuerdo ; no sin antes ofrecerles un postrecito en el mejor pirex que podían ostentar. Tampoco faltaron los huraños y desconfiados que solo respondían detrás de la puerta diciendo – un ratito, voy a preguntar- y desaparecían entre ladridos feroces. y los más crueles dejaban en las manos de Diablo, Negro, Argos y Fosforín su función de anfitriones.
Hubo gran expectativa en los hogares, menos en la de Francisco Rivera. Era un hombre de una adultez indescifrable pues sus ojos negros y grandes mostraban vivacidad; pero sus manos reflejaban los surcos que la edad le iba dejando. No era demasiado alto, pero si corpulento y cuando usaba esa chompa “a lo Jorge Chavez” de color oscuro, junto con esos botines que habían pasado infinidad de veces por el mercado de Limoncillo creaban una figura de fuerza y tristeza. Esa mañana, después de tocar cinco veces su puerta, el censador no tuvo otra opción que declarar la casa como inhabitada. Aparecieron algunos vecinos e insistieron en que siga tocando, ya que la curiosidad peleaba entre el morbo y la imaginación al querer saber cuál era la relación de ese hombre con el del difunto Javier Lira, anciano amable y generoso que hacía traer de sus chacras de chincha todo tipo de frutas que luego eran repartidas entre sus vecinos de la quinta y cada año donaba a la iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro los mejores cirios de Lima. Siempre dicharachero, los jóvenes de la quinta lo tenían al mismo rango que sus familiares más viejos y cuando murió en el sillón que ponía en la entrada de su casa para hacer la primera de sus tres siestas muchos vecinos le dieron los buenos días al difunto hasta pasado el mediodía cuando Ana María Chafloque le dejó su caldo de gallina en la banquita que tenía al costado y él, por primera vez, no agradeció. Luego de enterarse, todos en la quinta y barrios aledaños entraron en llantos, juramentos vacíos y hasta promesas de venganza por el buen Javier. Diciendo algunos que si por ellos fuera se irían al mismo infierno tras su encuentro. De ese episodio, ya pasaron tres años y todas las miradas estaban ahora en la casita 105.
-¿No le has visto la cara?, es igualito a Don Javier.
-¿No tiene mujer, no?, ¿dónde trabajará, nunca lo siento salir?
-No es cristiano. No va a misa. Yo voy a misa de 7, luego de mediodía y las siete de la noche. Nunca va. Seguro es de esos ateos comunistas.
La vecina de la casa contigua a la de Francisco Rivera no decía nada. Escuchaba entre murmullos cosas cada vez más maliciosas desde que lo habían visto robando en la propia iglesía que estaba al frente y otros que una vez dijeron que lo vieron meter un perro lanudo y nunca más se supo del can hasta que olieron a carne y pelo quemado salir desde el fondo de la quinta. Finalmente tomó valor, y afirmó:
-Francisco Rivera se murió hace tres años.
Era agosto de 1978, Francisco Rivera, llegó después de un mes del fallecimiento de Don Javier Lira. Llegó de noche. Con las cartas dobladas de la misma tía que le fue a visitar a su casa de Barrios Altos explicándole que, al menos, se quedé tres días. Si no, le gustaba o no se acostumbraba a ese lugar, entonces, se la devolvería con la misma llave que ahora tenía en sus manos.
Esa noche Francisco soñó con don Javier Lira y en el sueño ambos se sentaron a comer naranjas en una chacra que de niño había visitado. Luego, estaba frente a un río extenso, y caudaloso. Sus aguas eran negras y salían de la misma moscas y heces en una magnitud inmensa. Se tomó toda el agua de ese caudal y sentía más sed. Masticó tierra, y pedazos de piedra que se resbalaban por su boca que ahora era tan grande como ese río. Mascó astillas, pedazos de carne y sintió hasta metal entre su lengua. Ahora estaba frente a dos perros: Uno era lanudo y negro; el otro blanco y flaco. Francisco se acercó y al alargar su mano se dio cuenta que su muñeca estaba en la boca del lanudo; y su cabeza estaba siendo masticada por el blanco. Despertó. miró su muñeca y se tocó el cuello con suavidad. Todo en su mismo sitió, pensó. Recordó a Don Javier y se sintió más solo ahora. Aún eran las tres de la mañana y estaba oscuro salvo por las luces amarillentas del alumbrado público. Decidió salir, la habitación del difunto le pesaba. Se sentía rechazado desde antes y escuchó algunos gritos pasionales de un par de vecinos que lo dirigieron rápidamente al gran portón de madera. Lo empujó y sintió la presión del otro lado. Empujó con más fuerza, hasta apoyar la mitad del cuerpo contra él. Se desesperó. miró por debajo de la puerta, por si era algún borracho que se acomodó en la calle y no halló nada. Por fin, presionó una vez más y la puerta se hizo suave. Ya estaba afuera. El silencio y la soledad eran inmensos. Solo en ese momento, pasó una masa de humo oscuro como el del plástico quemado que iba en dirección a la iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro a una velocidad increíble. Francisco cruzó la calle desierta y siguió esa masa que por algún motivo no le daba miedo. Encontró que las rejas estaban sin candado e incluso el propio portón de la iglesia estaba semiabierto. Entró más por la curiosidad de hacia dónde iba esa masa que por miedo a que lo encontrasen por allí intentando robar algún relicario de la iglesia. Finalmente la masa se enrroscó sola en un cirio hermoso. el cirio era de un blanco como el mártfil, tan bello y torneado que hizo que Francisco se acercara y la llama no le generaba calor. Fue entonces que acercó su mano al fuego y se quemaba sin ningún dolor. Francisco sabía que soñaba y quiso despertar. Abrió los ojos y sentía que se ahogaba. Una presión en todo el cuerpo. Sentía su corazón latir, sus ojos moverse, sus pulmones hincharse, pero sus brazos y piernas estaban rígidos. Pensó en gritar lo más fuerte que podía y sintió su mandíbula abrirse por unos centimetros pero no salía la voz. Volvío a parpadear y estaba con Don Javier Lira sentado al costado de su cama. Las paredes verdes peladas por la humedad y el ropero amarillento con algunos calendarios despintados le decían que esta vez ese escenario si era real. Miró a Don Javier y su rostro era largo, como si fuera de una cera que estiraba, como si se mirará a través de un cristal deforme. Las concavidades de los ojos estaban vacías. y las manos eran negras acompañadas de uñas que ahora eran grandes, largas y podrídas. Se derretía, pensó Francisco. Pudo sentir la tristeza más honda en su corazón y el pena más grande que ni en diez vidas podría haber experimentado. Lejos del espanto le dijo:
-Yo tampoco sé dónde está. La dejé de ver desde hace tiempo. Ahora solo queda esperar haber si viene.
Don Javier se hizo una sombra contra el muro y luego se hizo cada vez más pequeño hasta desaparecer. El cuarto seguía pesando. Francisco salió y ya con la primera luz del día en la entrada halló a una perra lanuda de color negro. Miraba con tranquilidad. La llamó frotando las manos y el animal entró a la casa. Dentro de la misma el animal olfateó la cama y se enroscó justo donde estaba aquel. Sintió algo de lástima por el animal y lo dejó dormir. Al darse la vuelta volvió a dirigirse en sentido a la calle con la intención de dejar ese lugar y dejar la llave en otras manos. Cuando jaló el gatillo de la chapa de la puerta su mano se quedó sin reacción por un segundo. Al querer presionar su propia mano se quedó agarrada de la chapa y el resto de brazo se quedó con él. El dolor era infinito y gritó y pateó todo lo que pudo. Uso todo el cuerpo para salir rompiendo la puerta y por más que lo intentó la puerta no tenía ni un rasguño o síntoma de romperse. La perra lanuda despertó y entonaba palabras entre un masculleo animal y humanoide, se entendían palabras como “perjuro” y “fornicario” en velocidades increíbles. Ahora ardía en la cama y se quemaba ahora todo alrededor de ese pequeño cuarto. El humo sofocaba porque era como si fardos enteros de tela fueran quemados en un gran horno. Todos los gritos se volvieron sordos, todas los movimientos fueron lentos y finalmente, Francisco comprendió que no saldría jamás. Todo lo que la lógica podría tener dejó de ser existente en ese espacio. Se sentó a un rincón y espero a que todo se queme junto con él.
Cuando la vecina terminó su relato. Pasó por la mente de su auditorio la vida monótona de su vecino, que era marcada por una expresión de varias trasnochadas y un mutismo acompañado de sílabas precisas para todo. Recordaron que nunca se daban cuenta de la hora en que salía o llegaba. Pero siempre había ruidos y siempre se sentía calor en esa casita. La familia, amigos y vecinos reconocieran a Francisco, como una persona alejada de toda “honra” y “verguenza” debido a que era de desconfianza tener un manco por vecino, que bien pudo haber perdido la mano robando y es por eso que los vecinos nunca lo convocaron en los cumpleaños, peor aún en los bautizos, “cortapelos” o celebraciones importantes en la pequeña quinta que estaba muy cerca de las esquinas de la avenida Francisco Pizarro y prolongación Tacna.
… entonces… ¿para qué salía?, ¿ a dónde iba?, ¿por qué regresaba?- preguntó el señor del censo a la mujer que estaba rodeada de gente y que ahora miraban espantados la puerta de Don Javier y desde hace rato y por precaución se fueron desplazando más y más al portón de la quinta.
-Solo sé que una mañana, lo encontré en el portón y pregunté si deseaba venir a una pequeña recepción por mi cumpleaños. Por primera vez, lo vi sonreir y me dijo:
-la gente solo cumple años hasta que se muere. Después, no hay nada que celebrar.
El censador recordó algo y miró rapidamente el pequeño mapa que le habían hecho en la oficina y vio una aspa con rojo en que señalaba la quinta donde ahora se encontraba y una pequeña leyenda debajo: “No censar, inhabitada desde agosto de 1978 por incendio”.
Aldo Livia
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