Arranca oe'


 —¡!Elektraaa, Elektraa! ¡Baja, baja!  —su grito se proyectaba a los muros empapelados y postes de la pista Mariscal Cáceres. Estaba acostumbrado a los desniveles, rompemuelles y baches con una profundidad malévola pues a sus 22 años comprendía que así era el trabajo y al igual que los demás tenía que aguantar y madrugar porque “si uno no chambea, no hay pal combo”. Era una de las pocas cosas que tenia clara y que el tiempo y las mentadas de madre de su propio chofer, cobradores y pasajeros descontentos le señalaron que, hasta ese momento, la combi RK-3448 era su lugar.

—¡Pie derecho!, ¡pie derecho! —gritaba mientras la puerta iba desapareciendo hacia atrás mientras la guía y los canaletes de la puerta creaban un sonido afilado y metálico al contacto. —¡Baja ahí!, ¡pie derecho, varón! —esto último lo decía sin mirar y casi como una recomendación mientras el cartel Wiesse-Acho era golpeado lateralmente con la fuerza suficiente de avisar que el pasajero ya bajó y que la combi que manejaba Kiko debería seguir su camino.

La puerta regresó hacia adelante con el mismo sonido y solo al acoplarse Kiko piso el acelerador y puso segunda mientras calculaba por el espejo retrovisor la cantidad de pasajeros que quedaban hasta llegar al 5 de Mariscal. Las tiras de luces LED de color azulino no le dejaban contar con seguridad y los llaveritos de Goku y una botita de bebé lo distraían así que decidió preguntar:

¿Oe, Arroz blanco, ¿cuántos faltan?

—¡Falta 2 pa’ planchar, mi querido Caracol! —le contestó su cobrador mientras su cuerpo, como una serpiente, se deslizaba hasta casi la oreja de Kiko. —¡Oe, bien atorrante eres!

—¡¿Arroz blanco?! ¡SOY CHURRO! ¡¿Qué va a decir la amiga?! — Eso último lo dijo mientras miraba con disimulo el rostro de una joven de jeans azules y de polo amarrillo con tiras que estaba ubicada en la primera fila y que de cuando en cuando le lanzaba una miradita coqueta, pero ella lo evadía mirando a la ventanilla dónde había un letrero de asiento preferencial.

—¡¿Sabes por qué?! —le preguntó sacando una sonrisa como una navaja —¡Habla! ¿Sabes por qué sí o no?

—¡No!, ¿Por qué? —respondió entre media sonrisa cómplice.

—¡Porque solo te ponen pa’ acompañar! ¡AAAH! ¡GILAZO, te van a serruchar! ¡Ya cobra, huevón y no cutrees!

—¡Pero yo estoy solterito, en cambio a ti te marcan hasta los cachos con brocha! ¡Jaaaa! — lo dijo aplaudiendo y procurando que escuche hasta el último pasajero y tuvo como resultado algunas risas cómplices, pero su principal intención era sacarla una sonrisa a esa chica que escondía su rostro entre sus ojos achinados, cabello negro y lacio antes de bajarse; pero ella seguía estoica enfilando el cuello y la mirada hacia la pista y calculando su próximo paradero.

Regresó a su posición y ajustándose el gorro porque llegaban al paradero del 5 y de hecho que la combi se iba “sopa” hasta el portón de Jicamarca. Sin mirarse, ambos aún sonreían y celebraban cruelmente su complicidad en cada día que hacían rodar esa combi del año 2002. Se conocieron desde hace 5 años cuando él todavía asistía al colegio después de haber repetido dos veces el 4to año de secundaria. Fue un pésimo año. En el salón de clase todos eran desconocidos y su altura lo delataba. Solo tenía amistades breves y sentía que cuando realmente era sincero con los demás la gente se iba corriendo. Un día su madre le dijo que estudiase de noche para que le permita juntar dinero para comprarle, una mototaxi y él aprovechase las mañanas para ayudar en el negocio de ventas de desayuno cerca al Metro de Hacienda.

La idea de dejar el colegio lo entusiasmó mucho porque quería convencerse a sí mismo que podía progresar pues no comprendía a los profesores y había algunos que hasta lo miraban como si fuera un delincuente y otros que aseguraban que no le dedicarían tiempo pues por algo ya había repetido. Él fue consciente de todo eso y comprendía que no eran tan inteligente, tal vez no tanto como sus primos que estudiaban en institutos o universidades del mismo distrito; pero descubrió en el trabajo que tenía talento para contar rápido para dar vueltos; hacer cálculos de tiempo y distancia para justificar los boletos de 3 soles; y aprendió a reconocer los sonidos del motor y la caja de cambios para saber cuánto peso meter a la combi y saltarse todos los paraderos para llegar al taller. Luego, se preguntó si esos cálculos también lo hacían los ingenieros y sonrío para si mismo diciendo:

  • Ni que fueran tan huevones como yo.

El cobrador conoció a Emerson (Kiko era su apodo desde niño por ser cachetón y llevarse siempre la única pelota del barrio cuando su equipo perdía) cuando ya estudiaba en la escuela nocturna y cierta noche al salir por una calle oscura antes de llegar a la avenida halló a Kiko de pie fumando un cigarrillo mientras su espalda se recostaba en la puerta del copiloto.  La combi estaba con todas las luces apagadas y solo se veía el reflejo del brillo de una pantalla de celular dentro. En la oscuridad pudo reconocer a una mujer dentro llorando y hablando por el celular de forma alterada. Al ver la escena decidió dar la vuelta y avanzar por otras calles; pero en ese instante Kiko lo llamó:

—¡Oe, no vayas a pensar mal, chibolo! Mi chibola está con fiebre y el carro no arranca lo dijo como quitándose una pena y de alguna forma quería informarlo al primero que se cruzara para encontrar alguna idea o, al menos, para que no piensen que está secuestrando o violando a alguien pues los gritos de la mujer parecían eléctricos y sollozaba de cuando en cuando.

Inesperadamente, en vez de abandonarlo se acercó más por el hecho de cerciorarse y antes que Kiko reaccionara desde el vidrio le hacía señas de preocupación a la mujer que se asustó y miró a Kiko en señal de aprobación para hablar.

  • Chochera, mi bebita está dentro. Tiene fiebre y mi señora está asustada. No la puedo

dejar porque es bien nerviosa y mi mecánico tiene apagado su celular. Me la quiero llevar en taxi ahorita pero mi carrito no tiene seguro lo dijo de una forma más calmada, mientras le enseñaba una soguilla con la que amarraba la puerta.

  • Ya mano, yo me quedo adentro. ¡Anda nomá!  — lo dijo de forma inmediata. No lo dudó pues sintió pena por los dos de adentro. Si bien no era padre, si tenía experiencia en el significado de quedarse solo y sin ayuda.

Kiko le buscó la mirada para cerciorarse, pues no era normal para él que personas desconocidas hagan esto, a menos que tengan otras intenciones y él se convierta en una víctima más de robos vehiculares. Pero, si creía que mirando a los ojos hallaba respuestas inmediatas a sus dudas. Lo miró por un momento y él sonrío algo avergonzado.

  • Toma mi DNI y cuando vuelvas me lo das. Pero me traes mi hamburguesón de la tía veneno porque tengo buen filo.
  •  ¡Vengo al toque flaco!  lo dijo mientras abría la puerta deslizante y le decía a su mujer que envuelva a Katsumi porque él se iba a quedar adentro.

La mujer salió envolviendo a la niña en una colcha rosada. Y cuando bajó buscaba reconocer a ese chiquillo de cara larga y ojos y pestañas grandes que estaba parado con jeans y llevaba suelta una camiseta de fútbol del Arsenal. Antes que ella dijera algo Kiko le respondió:

  • Es una pata, vamos.

A partir de ahí. Kiko lo identificaba así. Lo encontró durmiendo a eso de las 2 de la madrugada en el asiento del chofer. Lo despertó y le dio 20 soles para que se compre dos caldos de gallina. Al regresar hablaron sobre cada uno hasta que el cielo cambio de color a azulino. A los minutos llegó un auto Lada del 92 de color verde olivo dentro un hombre medio calvo y con una barriga desproporcionada se quitaba el cinturón y bajó con un maletín deportivo lleno de herramientas grasientas y sucias.

  • ¿No conocerás a ese chofer cojudo que para malogrando mi carro?  — lo decía mientras

sonreía y saludaba con la mano libre que tenía a Kiko.  —¡Segurito se ha equivocado de hueco como siempre! Lo decía mientras daba una sonrisa cómplice al que sería su cobrador.

Después hablar de precios y tiempos con el mecánico. Kiko le encargo a su tío el carro mientras lo iba revisando desde afuera y se llevó al chiquillo a un lado haciéndole la propuesta de que necesitaba un cobrador urgente y si quería le pagaría 35 soles y su mujer se encargaría de llevarle el almuerzo a los dos. Él aceptó advirtiendo que nunca había cobrado. Kiko le dijo que él lo prepararía, pero eso se aprendía en la cancha. Y así fue como inició al día siguiente. En casa solo explicó los detalles concretos, pero sus hermanos mayores sospechaban que podría ser una chica y esa misma noche mientras dormía le revisaron sus mensajes del celular y billetera y bolsillos en busca de alguna boleta de hostal o anticonceptivo que confirmara sus alegres sospechas. Nada fue hallado más que boletos de combi y mensajes comunes y corrientes para disgusto de ellos.

¡Pie derecho, pie derecho, pie derecho! ¡último paradero! — lo decía mientras deslizaba la puerta y de un brinco caía sobre la vereda que era iluminada por varias luces de las farmacias, pollerías, semáforos y faros de otros carros que creaban una larga fila. Los pasajeros salían agachados como una evacuación lentamente hasta que una voz medio cavernosa salía desde el asiento de atrás

—¿No vas hasta Mariategui?

—¡No, madre! ¡Aquí doy la vuelta!

—Entonces devuélveme mi pasaje, me he confundido

—¡Madre, pero tú vienes desde Acho!

—¡Ya no tengo pasaje! ¿cómo voy a caminar hasta arriba? — lo dijo mientras Kiko hacía una seña de afirmación con la cabeza y le pedía al cobrador con la mano que le pase todo el sencillo que había recolectado.

—¡Ya mamita, siéntate nomás! — dijo Kiko mientras miraba hacia atrás y le sonreía a la anciana mientras usaba las manos para hacer un gesto de calma y le indicaba que se siente adelante.

La anciana avanzó hasta llegar al asiento que ocupaba la bella chica de jeans azules y se quedó ahí mirando por la ventanilla a las bicicletas, mototaxis, triciclos de uvas y paltas desfilar por su lado. Luego, cambio la mirada a los hombres y jóvenes de diversas vestiduras, madres arrastrando niños y niños arrastrando muñecas y superhéroes de plástico. Todos avanzaban raudos aprovechando los pocos segundos del semáforo en verde y sorteando buses, autos y cousters que invadían paso peatonal.

—¡Habla! ¡Portón, portón, Motupe, Mariateguiiii!  lo decía mientras saltaba ligeramente y hacía ademanes de cortesía con los brazos para subir a los peatones que ahora se convertían en sus pasajeros.

Después de dos semáforos, Kiko preguntó, mientras giraba con el timón todo lo que podía a la izquierda y tenía bien presionado el embrague. para salir presurosos:

  • Habla, ¿“sopa”?
  • “Yanto” ¡pisa! ¡pisa!

Kiko, tenía 30 años y pasó por una universidad, que no vale la pena mencionar en este relato, basta decir que la dejó en el primer año peleándose con un grupo de profesores que no entendían como ingresó y qué hacía en la carrera de psicología. De esta manera, siempre que veía alguna pareja de universitarios procuraba escuchar las conversaciones hasta que se dio cuenta que de la universidad a la calle el cambio de temas se inclinaba más a las relaciones amorosas improvisadas hasta razas de perros chinos o dibujos animados con nombre de platos de chaufa. Sonreía detrás del espejo y se sentía más convencido de haber invertido todos sus ahorros en comprar esa combi y de los 120 soles que le salían al día para que Katsumi y Violeta puedan vivir tranquilas en el cuarto alquilado que tenían en Mariategui.

—¡Mete la cabeza, cachudo! ¡Hay policía adelante!

— ¿Operativo?

—¡Cobra y reparte boleto al toque!

—¿Alguien baja Mariategui, Mariategui? — lo decía mientras volteaba y señalaba con el índice a los pasajeros que no contestaban. Solo la anciana que estaba en el primer asiento pidió que la dejarán un paradero más arriba.

— ¡Ya! Te dejo en el 8, madre. ¡Hay operativo! — lo decía mientras volvía la mirada a la anciana y esperaba una afirmación.

Las abuelitas eran sus clientes preferenciales y siempre se peleaba para asegurar que todos los abuelos que llegaban a la combi viajen sentados. Era uno de esos privilegios de ser cobrador, pues muy en el fondo sentía poder: podía golpear la puerta con el letrero de madera pintada con letras rojas y negras; podía gritar hasta en el oído de Kiko haciéndose al que no escuchaba; podía sacar algún “plancito” con las chicas del último paradero o las vendedoras de agua o jugo de naranja embotellada; pero lo que más le gustaba era bajar a los “misios”, esos que querían pasear por todo Lima pagando china. Si tenían buena ropa, buenas “tabas” y tremendo celular. A esos especialmente les gustaba bajar con ganas. Les hacia renegar, luego le decía a Kiko que pare la combi y abría la puerta hasta esperar que se bajen. Su rencor se volvió evidente cuando Kiko le pidió conversar mientras comían dentro de la combi tomando jugo de Carambola y se acababan el ají con cebollitas chinas como locos.  

— ¡Come bonito, oe! ¡Pareces cobrador!   — lo dijo buscando esperar cualquier respuesta para iniciar un discurso algo torpe sobre el autocontrol

— ¡No jodas, panzón y pasa el ají!

— ¡Uy, chucha está resentida la princesa!, ¿qué pasa, mi amor? ¡cuéntale a tu papi!

— ¡No jodas, oe! ¡Deja comer! —esto último lo dijo con un tono más amenazante mirando con una cara fiera mientras sus dientes mostraban un arroz medio molido y trocitos de alverjas.

Kiko sabía que tenía que cambiar de táctica antes que ese táper naranja se cerrara y sus buenas intenciones queden en el aire. Así que fue directo y su voz se hizo más sería y seca mientras sacaba un pedazo de papel higiénico y se limpiaba la boca.

—  Debes tratar mejor a los pasajeros. ¡No los bajes por las huevas! Imagina que un día bajas a un tombo sin uniforme o un municipal. ¡Mancamos! ¿Sí o no? ¡Trátalos bonito! Por eso te digo que cobres apenas se suban. Si quieren pagar china y es lo justo que paguen pe’. ¿Cuál es el problema?

 — Me joden los “misios” que se creen pitucos, ¡ya! —lo dijo mientras removía algunos granos de arroz y el tenedor le evadía la única presa de pollo que estaba ahí por la exaltación que tenía.

  • ¡Oe, pero esa gente tiene su vida propia! ¡Deja que se gasten sus cien lucas en un

calzoncillo! ¡Esa su plata!  —esto último lo dijo señalando con su tenedor que tenía las iniciales E.R.R. pegado en una cinta masking tape blanca.  —¡En algún momento tú también tendrás tu billete, maricón! ¡No seas envidiosa y trabaja bonito, ¿ya?! Mañana te compro tu topcito para que salgas a chambear sonriendo — sentenció de forma cómica al final para dejar el asunto por arreglado.

  • Tendré plata cuando deje de ser como tú. — respondió en tono de venganza.
  • ¡Claro! y cuando tengas un libro bajo el brazo, ¡huevón!  — respondió sarcástico pues nunca le había visto leer un periódico, ni nada parecido.
  •  ¡Oe, pero aquí nadie lee y tiene billete! Si ese ‘on de “Peluca” vendiendo autopartes gana como 200 “mangos” al día; y tu pata el “Mandrilo” gana un huevo de plata con su puesto de comida acá abajo en el portón. Acaso esos ‘ones han estudiado. ¡Ni cagando! “El Peluca” es más bruto que suma todo con calculadora, ¡Ni suma! Solo hace la finta mirando su celular y cobra un montón por calcomanías y repuestos.  Y el “Mandrilo” ni chambea. Solo cobra porque sus dos cocineras sirven y las tres chibolas que trabajan para él reparten. Ese pata solo da el billete para la mercadería y recibe la plata en su canguro. ¡Esa chamba es la que quiero, pe!

—Pueden tener plata, pero… ¿los ves contentos? En el fondo, se cagan de miedo por las noches para que les caiga chamba. De aquí no salen, ni quieren salir. Pueden tener billete, pero su plata afuera, aunque no lo creas, no les alcanza para llenarse por dentro. ¡No todo es plata, chibolo! — eso lo dijo de forma más paternal, mientras le daba un manazo suave el tapasol de la gorra de su cobrador.

—Seguro ya te estás dando cuenta de eso —continuó más serio— hace años, me puse a cobrar con mi tío y me agarré de boca con un pata que tampoco quería pagar una “china” más hasta Benavides. Me alteré y él solo sonreía. Me jodía con su sonrisa y le quería meter su chiquita. Me decía que era lo justo y le dije su granputeada porque no se bajó. Todos los pasajeros me decían malcriado, atrevido, sinvergüenza y nadie se puso de parte mía. ¡Era lo justo! Pero nadie me defendió y… ¡ese!, ¡ese!, ¡Conchasumare! seguía sonriendo. Estuvo como media hora en el carro y cuando se bajó, me estiró la mano y me dejo una moneda redondita de dos soles en la mano. ¡Me dejó huevón! y me dio una palmada al hombro y me dijo: “Con esto te compras un cuaderno”. —hizo un silencio esperando que él comprendiera y lo miró a los ojos.

La reacción fue inmediata. Kiko buscaba la aprobación con su mirada y esperaba un resumen de lo dicho. Mientras que su cobrador, asintió en silencio mientras buscaba un trozo de papel higiénico para limpiarse la boca pues la tenía media abierta mientras escuchaba y sujetaba el tenedor que tentaba pinchar el aire.

Educación, flaco. Puedes comprarlo con diplomas; pero se queman apenas abres la boca.

  • A la firme, Kikín. ¡Debiste ser otra cosa, huevón!

El joven cobrador reconoció, en ese momento, que hasta Kiko podía resultar ser sabio. Pero esa sabiduría y palabras se forjaron en la calle. De lo que sufría él mismo porque conocía sus limitaciones al ser un chofer. Seguro tenía aspiraciones, pero esta vez, le ha dado el resumen de 10 años de granputeadas, puñetazos en la puerta, amanecidas por reparaciones y vivir arrastrando una combi que se caía a pedazos.

  • Oe entonces, ¿ya no quieres que chambee contigo? —lo dijo pensativo pero resuelto a que si la respuesta resultará positiva. Él dejaría el oficio.
  • ¡Y quien chucha va a cobrar de bajada, gilazo! —lo dijo alargando la boca y mostrando todos los dientes. — Ya hablamos de eso, después. — prosiguió algo triste porque sabía que su discurso había funcionado, pero perdería al amigo que ahora sería más libre que él.
  • ¡Portón! !Portón!, ¡Portón! ¡Último! dijo Ricardo mientras deslizaba la puerta y saltaba a la vereda. —¡Pasaje al fondo, flaco! — estiraba la mano abierta para recibir los últimos soles de la jornada. —¡¿Vuelto de 5?!, ¡Me has dado 2, flaca! —Lo decía mientras sacaba un sol del bolsillo cuadrado de esa camisa verdosa y ancha.

Al terminar de cobrar y que todos los pasajeros se retirasen, Ricardo Zegarra le entregó un puñado de monedas a Kiko.

  • ¡Oe! ¿cómo es para mañana?
  • ¡Voy solo nomá! ¡Tengo que llegar tempranito!
  • Ahora te botas
  • Sino que tu carro da “palta”
  • Primera vez, que escucho que las academias daban beca ¡Pa’ mí que es floro! —  dijo esto mientras se desabrochaba el cinturón y abría la puerta del conductor.

Al salir y estar frente a frente. Se dieron un abrazo muy fraterno. Él, le pidió la plata de la jornada del día y Kiko le contó sus 35 soles en tres billetes y una moneda de cinco. Kiko le pidió que sacara de la guantera el su chompa y el periódico del día.  Se dieron la mano pues hasta ese día acordó trabajar con él y partió con la chompa en el brazo y el periódico en el bolsillo trasero de sus jeans. Kiko por su lado volvió a subir a la combi rumbo al taller de su tío y entregar las llaves por última vez. Es por eso que su despedida fue simple:

Ricardo y Kiko sabían que esa despedida en el paradero final del portón significaba ese punto de partida que los dos necesitaban en sus vidas.

Aldo Livia Reyes

18/03/2020

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